La política argentina siempre ha tenido un don especial para las ironías. La última, y quizás más notable, es cómo una condena judicial que pretendía ser el epitafio político de Cristina Fernández de Kirchner ha terminado convirtiéndose en el aglutinante que el peronismo necesitaba desesperadamente.
En los pasillos del poder, donde hasta hace poco resonaban las voces discordantes de un peronismo fracturado, hoy se escucha un coro sorprendentemente unificado. La sentencia de seis años contra la expresidenta por el caso Vialidad, lejos de ser el golpe final a su influencia política, ha actuado como un catalizador inesperado.
El fenómeno no deja de ser fascinante. Dieciséis gobernadores peronistas, que hasta ayer mantenían una prudente distancia del kirchnerismo, hoy firman declaraciones conjuntas de respaldo. Más de trescientos intendentes, algunos de los cuales construían carreras políticas alejados de la figura de Cristina, ahora se apresuran a mostrar su solidaridad. Es la vieja máxima peronista en acción: golpean a uno, nos golpean a todos.
Pero quizás lo más intrigante de este nuevo capítulo de la política argentina es la posición del presidente Javier Milei. El líder libertario, que construyó su ascenso meteórico con un discurso feroz contra "la casta", hoy se encuentra ejecutando un delicado ballet político. Sus recientes declaraciones sobre una "justicia infiltrada por la casta" suenan más a un guiño al kirchnerismo que a su tradicional prédica antisistema.
La aritmética política actual dibuja un escenario que ningún analista hubiera predicho hace seis meses. El kirchnerismo duro mantiene un sólido 35% del electorado, mientras que otro 15% del peronismo no kirchnerista gravita cada vez más cerca de su órbita.
La pregunta que todos se hacen en los círculos políticos es si este realineamiento es sostenible. ¿Puede una condena judicial ser el pegamento que mantenga unido lo que las diferencias políticas separaron? La historia del peronismo sugiere que sí. Este movimiento político siempre ha demostrado una extraordinaria capacidad para convertir las adversidades en oportunidades de reagrupamiento. “No se están peleando, se están reproduciendo”.
Mientras tanto, Milei navega en aguas turbulentas. Necesita los votos del peronismo en el Congreso para avanzar con sus reformas, pero no puede permitirse alienar a su base antikirchnerista. Su reciente moderación en el discurso contra Cristina parece más una necesidad práctica que una conversión ideológica. Los números son elocuentes: el 78% de los votantes peronistas ve la condena como una persecución política. Este dato no solo explica la unificación del movimiento sino que también pone en evidencia el efecto contraproducente de la judicialización de la política. Como en Brasil con Lula, la persecución judicial, real o percibida, tiene el extraño efecto de fortalecer los liderazgos que pretende destruir.
La paradoja final es que aquellos que buscaban el fin político de Cristina Kirchner pueden haber logrado exactamente lo contrario: un peronismo más cohesionado y un liderazgo renovado. La política argentina vuelve a demostrar que tiene sus propias reglas. En un país donde los expresidentes suelen terminar sus carreras entre el olvido y el desprestigio, Cristina Kirchner ha logrado que una condena judicial se convierta en capital político. El tiempo dirá si este capital se traduce en poder efectivo o se diluye en la volatilidad de la política argentina.
Por ahora, una cosa es clara: quienes pensaron que la condena judicial sería el final del kirchnerismo deberían calmar su ansiedad. En la Argentina, como en el resto de América Latina, los finales políticos rara vez se escriben en los tribunales. Y cuando se intenta, el resultado suele ser el opuesto al esperado.
Los análisis y analogías con la antigua Roma resultan casi inevitables. Como en aquella república donde el Senado intentaba controlar a los tribunos de la plebe, la Justicia argentina parece repetir los mismos errores del pasado. El caso de los hermanos Graco resuena con particular fuerza: líderes populares que, enfrentados al establishment judicial y senatorial, vieron crecer su poder precisamente por la persecución que sufrían.
El peronismo, como aquellos tribunos romanos, ha demostrado una extraordinaria capacidad para transformar la adversidad judicial en capital político. La figura de Cristina Kirchner, como la de Cayo Graco en su momento, parece fortalecerse con cada embate del sistema judicial. La historia se repite: el intento del patriciado romano de utilizar los tribunales para neutralizar a los líderes populares solo consiguió fortalecer los movimientos que pretendía destruir. Incluso el concepto de "fueros", tan discutido en el caso de CFK, tiene sus raíces en aquella "sacrosanctitas" que protegía a los tribunos romanos, una inmunidad que el establishment de la época también intentaba socavar sin éxito.
Por ahora, una cosa es clara: quienes pensaron que la condena judicial sería el final del kirchnerismo deberían revisar sus cálculos. Como en la antigua Roma, los finales políticos rara vez se escriben en los tribunales. Y cuando se intenta, el resultado suele ser el opuesto al esperado. La historia, maestra implacable, nos recuerda que el poder popular, sea en las calles de Roma o en las avenidas de Buenos Aires, encuentra formas de sobrevivir y reinventarse frente a los embates institucionales.